Open Data: el dato como valor de la democracia


El Open Data goza de una inusitada popularidad. No hay día en el que no se publique un centenar de artículos dedicados específicamente al sector o se ofrezca en algún lugar del mundo una conferencia multitudinaria sobre sus presuntos retos.

Pero es ahora también, a pesar de ese éxito -quizá motivado por él-, cuando empiezan a sonar las primeras alarmas. Ni hay tantos datos públicos disponibles ni son todos tan útiles como cabría esperar. Es más: sigue sin haber un modelo claro y consolidado de negocio y una masa social crítica que empuje a las administraciones a convertir en hechos sus propósitos de apertura.

Hace falta más madera, sí. Y, sobre todo, grupos de ciudadanos, profesionales y empresas que dinamicen y vertebren los diferentes conjuntos de información… o que los dinamiten, si es preciso, con tal de sacarlos de su mina, liberados o no. Lo que el Open Data necesita, por ello,  son comunidades activas de datos y más gobiernos abiertos que faciliten su participación.

De hecho, nos encontramos con una paradoja más que interesante: pronto habrá más documentación disponible en todo el mundo sobre el potencial social y económico de la información que datos propiamente accesibles y abiertos. Si Roma hubiera dedicado semejantes esfuerzos a debatir acerca de la ingeniería o del urbanismo, seguramente no quedaría ahora ni un acueducto, ni un sólo teatro en pie. Ni siquiera se habrían construido.

Los más veteranos, como los reunidos en las II Jornadas sobre Gobierno Abierto y Open Data celebradas recientemente en Sevilla, se preguntan si “es esto” por lo que llevan años luchando: portales web gubernamentales llenos de buenas intenciones y pocos recursos reutilizables; limitada demanda de información; y un escaso aprovechamiento comercial y no comercial de ésta.

Cuestión de intereses, no de falta de interés

No es cierto que no exista interés en los datos públicos. Incluso en un país con tan poca tradición en materia de transparencia y acceso a la información como España, resulta bastante sencillo encontrar estos días toda clase de foros, cursos a distancia, seminarios, tutoriales y libros dedicados a estas cuestiones y a otras áreas relacionadas, como el big data, las smart cities o el Periodismo de datos. Lo que ocurre es que las empresas y los ciudadanos se interesan por los datos sólo en la medida en que estos generan, a través de productos y servicios elaborados por terceros, impactos tangibles en su calidad de vida o en su cuenta de resultados. Pocos, por ahora, se interrogan directamente por la materia prima original y muchos menos se imaginan cómo transformarla en negocio.

Recuerda Andrea Di Maio que la del Open Data es una carrera de fondo no apta para velocistas. Seguramente, tampoco sea una prueba para conciencias despreocupadas: o son los propios infomediarios, profesionales y depositarios sociales de la información los que encabezan el movimiento de apertura de datos o, sencillamente, el sector languicerá presa del más terrible de los paternalismos oficiosos y oficiales.

Eso no significa que no haya colectivos deseosos de generar riqueza y mejoras sociales a partir de los datos públicos, como los que señala Carlos Iglesias para el caso de España y a los que habría que añadir, sin duda, la Fundación Ciudadana Civio. A nivel internacional, por ejemplo, hay modelos de innovación tan relevantes como Sunlight Foundation y Code for America (EEUU);  My Society y Open Knowledge Foundation (Gran Bretaña); Regardez Citoyens (Francia); y Fundación Ciudadano Inteligente (Chile), entre otras.

La cuestión es que, pese a compartir un mismo discurso de base, los defensores de la apertura de datos siguen sin lograr el alineamiento de sus mensajes en el tiempo y en la forma más efectiva; la coordinación de sus recursos bajo dinámicas de trabajo más operativas; y la canalización de sus esfuerzos hacia metas más específicas y menos “ideológicas”.

Comunidades activas de datos

Nos encontramos, pues, con un movimiento Open Data cohesionado en lo teórico -incluso a nivel internacional-, pero fragmentado o difuso en lo funcional. Sus postulados y exigencias, por tanto, pocas veces consiguen traspasar la epidermis gubernamental salvo para recabar algunos halagos y pocos e inciertos compromisos de apertura.

Se necesita, pues, mucho más que activismo ciudadano. Hace falta que proliferen comunidades activas de datos, es decir, grupos de personas, empresas y organizaciones interesadas en participar de forma estratégica y coordinada en el proceso de explotación – e incluso en el de recogida y apertura- de ciertos conjuntos específicos de información (gasto farmecéutico, contratos autonómicos en el sector educativo, horarios de los autobuses municipales, etc.).

Estos “grupos especiales” del Open Data están llamados a desarrollar dinámicas de trabajo en red como las que describe Javier de la Cueva cuando define el activismo online y habla, entre otras, de la iniciativa “Por la transparencia: adopta un senador“. También se les presupone  una apuesta clara por el intercambio libre de conocimiento, en línea con las comunidades de prácticas que explica Sandra Sanz.  A diferencia de ambos modelos, sin embargo, deben poseer una mayor vocación de permanencia en el tiempo y tener unos objetivos más amplios que el aprendizaje compartido. La misión de dichas comunidades es, sin duda, obtener datos para generar productos y servicios dentro de un segmento específico, bien de forma concertada con los poderes públicos, bien a través de campañas de sensibilización y/o de presión social.
Podemos resumir este punto con dos ejemplos:
  • El Banco Mundial organizó en 2011 una competición internacional destinada a crear aplicaciones de bajo coste y alto impacto social basadas en los datos públicos sobre agua existentes en África. La convocatoria no sólo permitió la creación de hasta 60 soluciones tecnológicas diferentes, capaces de responder al centenar largo de retos previamente planteados. Consiguió dar vida, además, a una comunidad estable de cientos y cientos de profesionales de todo el mundo implicados en una mejor gestión y explotación de los datos sobre recursos hídricos.
  • A escala más humilde, sobresale el caso de “España en llamas”, una campaña de colaboración y de financiación masiva puesta en marcha para recopilar toda la información oficial existente sobre los incendios forestales declarados en nuestro país en la última década, investigar de manera exhaustiva sus causas, analizar el resultado de la acción judicial en cada uno de estos siniestros y difundir las conclusiones obtenidas a través de distintos reportajes periodísticos.
Cabría preguntarse, a la luz de lo anterior, si es necesario seguir reclamando más Open Data si lo que en realidad se precisa son “esos datos y sólo esos”.

El dato es valor de la democracia

Entendemos, así, que la cuestión del Open Data no es tanto de los propios datos sino, más bien, de la falta global de participación en su explotación, liberación e, incluso, generación. Y ello sólo se explica, por dos motivos:
  1. Que, salvo contadas excepciones, no hay todavía comunidades de intereses organizadas, verdaderamente, en torno a la información –o a nichos concretos de ésta-, como ya hemos visto.
  2. Y, segundo y más importante, que no hay un una cultura abierta, realmente democrática en esta materia, dentro de la mayoría de nuestras administraciones.
El Open Data es, básicamente, un activo democrático. Por eso requiere que su máximo recurso, la información, se gestione de forma colectiva, transparente y participativa. Por ejemplo, por parte de esas comunidades de datos. No puede, en ningún caso, ser el resultado de una medida de gracia ni de un conjunto de decisiones casi paternales, jerárquicas y unidireccionales. De lo contrario, la apertura de información no alimentará jamás modelo alguno de negocio ni fomentará ningún tipo de transparencia. Será otro comunicado de prensa más y otra desarbolada estadística que colgar de nuestro particular catálogo.

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